Imaginatio vera

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jcaguirre

Ahí va la entrevista que me hizo Juan Carlos Usó para el libro «El sol salió anoche y me cantó». El libro atiende al llamado experimento de Viernes Santo. En tal experimento se suministró LSD a un grupo de experimentadores universitarios de la Facultad de Teología de la Universidad de Harvard. De lo que se trataba era de indagar en la llamativa capacidad de las sustancias visionarias para inducir experiencias espirituales. En el libro se presenta, analizándolo, el experimento al tiempo que se plantea un cuestionario a un determinado número de personas conocedoras de la experiencia que sirven estas sustancias y/o de la fenomenología de las experiencias religiosas. Previamente dediqué una entrada al libro en el momento de publicación. Lo dicho, buen provecho.

JC.USO: Para empezar, nos interesa la realidad ontológica de la experiencia… ¿Creen que las drogas psiquedélicas (LSD, mescalina, psilocibina, DMT…) representan vías de conocimiento y conexión espiritual o simplemente producen alucinaciones sin ningún valor?

JCA: La experiencia psiquedélica tiene que ver con la capacidad de visión y esto apela tanto a visiones concretas como a cambios en la cualidad de nuestra mirada: ver el cosmos y la naturaleza con una intensidad desconocida -lo que Hofmann llamó experiencias cumbre-, ver nuestra existencia bajo perspectivas inéditas que nos ofrecen claves de sentido renovadas, sentir la unidad de todo lo real y sentirnos parte de esa maravilla… Esto se hace posible porque toda imagen y toda visión queda alumbrada desde un modo de imaginar y de representarnos lo que nos rodea. Recuérdese la vieja idea de imago mundi. La imago mundi apelaba a la imagen previa que tenemos del mundo y a cómo nos lo representamos. Esta imagen previa prefiguraría el modo en que lo entendemos y, también, cómo lo habitamos. La experiencia visionaria no supone simplemente imágenes que se agolpan sin sentido. Las imágenes nos dicen y son nuestro espejo. Ponderar lo visionario supone ser consciente de que toda imagen puede acoger un haz de sentido, imágenes que nos retratan en lo que somos y en lo que podemos llegar a ser, imágenes que desvelan que todo, además de una superficie, tiene una profundidad, como diría Ernst Jünger.

Todo esto va mucho más allá de la ingesta de psiquedélicos instalándonos en los modos en que viene a ordenarse el conocer del hombre. En este sentido el umbral y el calado de nuestra capacidad de visión nos revela lo que podemos reconocer. La gran visión de la que nos hablan las grandes tradiciones extáticas supone transformar nuestro modo de ver y el modo en que reconocemos el mundo de tal modo que alcancemos un modo de vivir más pleno y sabio, mover la perspectiva a través de la cual elaboramos lo que se nos presenta y la memoria de nuestro pasado. Por eso cómo codifiquemos el mundo -cómo nos lo imaginemos- es tan relevante de cara a las posibilidades de conocer que quedan abiertas. Para entender lo visionario creo que necesitaríamos un modo de concebir el imaginario mucho más amplio y más rico del que tenemos ahora muy deudor del racionalismo ilustrado. Para los griegos la imaginación quedaba vinculada al conocimiento a través de imágenes y a su relevancia cognoscitiva.

Por precisar algo más diré que las visiones que suscitan las sustancias psiquedélicas tienen relevancia cognoscitiva por la manera en que dinamizan nuestro imaginario y por el modo en que pueden cuestionar y modificar el modo en que reconocemos el mundo. Abren a otras posibilidades y perspectivas, esto es, abren a haces de sentido que quizá no habíamos contemplado hasta ese momento. Por eso una sola experiencia psiquedélica puede provocar cambios relevantes en el modo de entender la vida y por eso es normal que el experimentador las considere de gran valor existencial. Todo lo dicho será de evidente relevancia ontológica ya que, según reconozcamos el mundo, éste nos devolverá perspectivas y umbrales de ser diferentes, lo que animará a modos de vivir diferentes. En cualquier caso, y esto es fundamental destacarlo, cognoscitivamente no todo depende de nuestro interior y de nuestro psiquismo. También hay un afuera que sale a nuestro encuentro, un afuera que nos pone límites pero que necesita de nuestra percepción y de nuestra mirada para llegar a ser. No hay mundo humano sin percepción humana elaborando ese afuera. El mundo, en su misma urdimbre, surge de tal encuentro. Hofmann lo explica muy bien con su teoría del emisor y el receptor. Hablamos del conocimiento y sus umbrales, de la relevancia cognoscitiva de lo visionario. Las drogas psiquedélicas dinamizan esos umbrales a partir de los cuales conocemos. Por eso la experiencia visionaria tiene relevancia cognoscitiva.

En relación a calificar una visión que alguien tiene, sin más, como algo carente de valor o descalificarla con la expresión alucinación -del latín alucinatio: delirar, soñar- tiene poco sentido ya que lo visionario se muestra en la misma génesis de la cultura e incluso de la racionalidad. De hecho, nuestra tradición filosófica hunde sus raíces en visiones de gran transcendencia antropológica y cultural. Pienso en el mito platónico de la caverna expuesto en La República, o en todos los lugares en que Platón recurre a visiones -otro ejemplo es en el mito del carro alado del Fedro-. En relación a este tema recuérdese como Sócrates -Platón todo su saber se lo atribuye a Sócrates- recibía las enseñanzas que le transmitía su daymon en una suerte de trance discreto. En resumen, descalificar lo visionario es desconocer la historia humana y la relevancia de lo visionario en los relatos que sobre nosotros mismos elaboramos para comprendernos y comprender mejor el mundo que nos rodea. Descalificar lo visionario supone no entender o no saber demasiadas cosas.

JC USO: ¿Cree que l@s buscador@s espirituales profund@s en la actualidad están más abiertos a valorar las experiencias con drogas psiquedélicas o siguen igual de refractari@s que en 1962?

JCA: Si lo están, y por una razón muy concreta. En los entornos espirituales solventes es normal que haya gente que tenga experiencias psiquedélicas en su bagaje de tal modo que estas experiencias hayan dinamizado su propia búsqueda. Esto es algo de sobra conocido. Otra cosa es que se mantenga una perspectiva crítica hacia los entornos de toma existentes. En relación a estas sustancias hay que decir que el contexto de toma lo es casi todo.

JC USO: ¿Cree que experiencias intensas como la oración contemplativa, la meditación y la experiencia con drogas psiquedélicas, pueden inducir la percepción de que estamos conectados con un poder superior? Dicho de otro modo: ¿Cabe la posibilidad de que estas experiencias intensas —la oración contemplativa, la meditación, la experiencia con drogas psiquedélicas — activen una parte del cerebro diseñada para ser un canal de conexión entre el ser humano y la divinidad?

JCA: La oración contemplativa -la vieja contemplatio medieval u oración sin objeto- o la meditación lo que intentan es cambiar nuestros hábitos mentales corrientes. Son una especie de gimnasia mental -una gimnasia del alma- que busca no estar permanentemente subsumido en el flujo de las propias emociones, de nuestras reflexiones y del parloteo interior habitual. Ese no quedar subsumido en nuestra actividad mental corriente, con sus idas y venidas y su volubilidad, anima a un estado de más temple interior, más receptivo y más abierto a lo que nos circunda, a “lo que hay” que diría Martin Heidegger. En este estado, la capacidad de atención, el propio silencio interior y cierta apatheia del alma será lo que termine por primar. Hago notar que no me refiero a una experiencia sino a la consolidación progresiva de un estado interior que renueva el modo en que vivimos y sentimos. A diferencia de la oración contemplativa y la meditación las experiencias psiquedélicas aportan una experiencia momentánea y acotable en el tiempo. No nos equivoquemos. Esto no las descalifica, más bien clarifica su valor. De hecho, las vías espirituales que las han usado lo que buscaban era dinamizar una experiencia concreta que animara a profundizar en cierta senda. Su finalidad no era tanto tener esa experiencia como abrir un horizonte. Jünger las ve especialmente propicias en este tiempo dado lo alejado que estamos de las viejas veredas del espíritu.

¿Todo esto supone reconocer un poder superior o algo divino?. Para empezar, y en relación al hombre, supone reconocer un estado del ser del hombre más pleno, más libre y menos condicionado por nuestro psiquismo. En lo referente al cosmos y a la vida en general esa renovación de la vida del alma vendrá a manifestar una intensidad de ser de gran plenitud y belleza que pareciera desvelar lo más verdadero que podemos alcanzar. La plenitud de ser del cosmos y de la vida toda desvelándose en nuestra capacidad de visión y cuajando en un estado del ser olímpico y cumbre… Recuérdese lo que decía Platón sobre el bien, la verdad y la belleza. El hombre podría acceder a esa intensísima sección de lo real, por decirlo al modo de Jünger. En tanto acontecer lo dicho rebasaría completamente nuestra capacidad de explicación para instalarnos en el ámbito del Misterio.

Todas estas cuestiones nos instalan, casi sin quererlo, en cuestiones teológicas y de mística especulativa. Solo apuntar que esa esfera de Misterio que irrumpe, de la que nada podemos decir salvo que todo lo acoge y transfigura, no es nada en concreto que podamos nombrar, no es nada existente, no es algo fenoménico. Estamos ante una irrupción apabullante, ante un acontecer desconcertante en el que quiebran todas nuestras categorías, un Misterio que es transcedencia pura. El Mysterium tremendum et fascinans del que nos habla el fenomenólogo de las religiones Rudolf Otto; fascinante pero apabullante y aterrador por esa quiebra que padecemos en nuestras categorías y en nuestro imaginario. Por eso hablamos pertinentemente de Misterio.

Si nos atenemos a lo dicho lo que denominamos como divino quedaría referido a esa esfera de Misterio que acoge la realidad entera y no a una supuesta entidad o persona divina. Aproximativamente podríamos referirnos a esta perspectiva de lo divino con una imagen y metafóricamente. Pensemos en el papel en blanco en el que los trazos se van imprimiendo. Los trazos serían los fenómenos y ese papel el campo que todo lo acoge. Tomar conciencia del campo, del papel, y no solo de los trazos supone para el hombre algo deslumbrante. Y ahí radicaría el origen de las religiones. De tal campo solo cabe concluir que manifiesta una potencia productiva tremenda y que revela el cosmos como una unidad sin fisuras. Aludimos a una esfera más allá del ser y no a nada que sea o exista. Bien lo supo ver Platón en el mito de la caverna.

En relación a la cuestión del cerebro -somos cerebro aunque no solo, también somos relato y lenguaje- es evidente que todo esto tiene un correlato neuronal sin el cual serían imposible esos estados. El hecho de que el cerebro albergue tal capacidad sirve un auténtico enigma. ¿Por qué el hombre acoge tal capacidad?. Hablamos del enigma de que un simple animal pueda tener este género de experiencias en el que todo se nos revela como una unidad deslumbrante; ¿por qué un animal, el homo sapiens sapiens, ha desarrollado en su evolución esta capacidad cerebral sin que quepa apreciar una especial ventaja adaptativa en la misma?, ¿qué nos dicen del cosmos estas experiencias humanas o dicho de otro modo cuál es su relevancia ontológica?, otro enigma, ¿por qué determinadas sustancias tienen en el hombre efectos tan llamativos y tan específicos de tal modo que activen algo tan complejo?, el “devenir planta” del que hablaba Deleuze al referirse al peyote… Constatemos otro hecho que también resulta tremendamente desconcertamte. La gran mayoría de las personas no realizan estas capacidades; si acaso simplemente las intuyen o las vislumbran parcialmente de tal modo que generan un anhelo capaz de nutrir la existencia entera. En la esfera social y cultural el impacto de estos vislumbres y de estas potencialidades, aunque las realicen en plenitud muy pocos, es muy intenso. Enigma tras enigma. Lo cierto es que hablamos de algo con una tremenda capacidad de conmocionarnos.

El acontecer de las llamadas experiencias cumbre nos instala desafiante en la cuestión de su relevancia ontológica, en la cuestión del misterio y en el vínculo que mantenemos con él. El enorme desafío intelectual que todo esto supone nos exige, acaso como ningún otro, de una disciplina mental rigurosa. No se trata de ponerse a desbarrar. “No entre aquí quien no sepa geometría” decía el lema que coronaba el frontispicio de la Academia de Atenas. La filosofía en aquella época era muy consciente de su vecindad con lo mistérico hasta el punto de considerarse un saber sobre lo divino y referido a la vida. Las diversas tradiciones han desarrollado análogamente saberes espirituales muy precisos que sirven de espejo a ese proceso de apertura al Misterio.

JC USO: Con independencia de que futuros estudios del lóbulo frontal del cerebro puedan ser la clave para demostrar científicamente la existencia de Dios, hoy por hoy, algunos científicos dicen que no existe ninguna prueba de que la conciencia se genere en nuestro cerebro. ¿Es posible que exista una Conciencia Eterna que se manifieste a través de nuestro cerebro, que lo utilice a modo amplificador?

JCA: No creo que sea demostrable la existencia de Dios desde la biología cerebral. A lo sumo delimitaríamos cómo las experiencias espirituales dependen de la fisiología cerebral. Sin cerebro humano y sin corporalidad no hay conciencia humana, ni espiritualidad humana, ni existencia humana -somos cuerpo y esto es muy relevante incluso en términos de desarrollo espiritual-, ahora bien, lo meramente neuronal, la remisión a la fisiología no totaliza explicativamente la esfera de lo mental. De hecho las cuestiones y enigmas planteados nos siguen desafiando y estimulando por mucho que demos cuenta del correlato neuronal de las experiencias espirituales. Para explicar cualquier hecho de conciencia (espiritualidad incluida) -su génesis y su proceso- debemos acudir a lo fisiológico pero también a esferas que no son reducibles a lo fisiológico. En este sentido recomiendo la obra del catedrático de psicología Marino Pérez y su crítica al reduccionismo cerebral, lo que él llama cerebrocentrismo.

Sobre la cuestión de que no existan pruebas de que el cerebro genere la conciencia solo apunta a que no sabemos cómo lo hace, pero claro esto no cuestiona el necesario concurso del cerebro y de la corporalidad en la conciencia humana. Por reducción al absurdo sin cabeza no hay conciencia humana. Lo que caracteriza la conciencia humana es la corporalidad, otra cosa es que el alma del hombre tenga una intimidad especial con lo que vengo llamando Misterio. Sin negar la relevancia de lo cerebral, Roger Penrose, el reciente premio Nobel de Física, apunta, como mera hipótesis, a la génesis de la conciencia en un nivel cuántico algo que se nos escaparía completamente…

Todo parece envuelto en un inexplicable Misterio y en cómo quedamos instalados y echamos raíces en su estela. En todo caso el hecho de vivir en un cosmos ordenado y eternamente creador, la complejidad que introduce la perspectiva cuántica en todo esto, la implicación del caos y del desorden en toda esta generación de orden -ya lo apuntaba Hesiodo- parecieran apuntar a una potencia productora de sentido no reducible a imaginario o categoría humana alguna. Efectivamente, la perspectiva del Misterio -o lo mistérico- desborda y hace quebrar toda categoría y toda referencia imaginaria. De ahí que estemos ante algo tan fascinante como terrible y apabullante…

La perspectiva de lo divino a partir de esa potencia de sentido supone una inferencia más que razonable. En cualquier caso, esto no aporta prueba alguna de la existencia de Dios. La hipótesis de lo divino es muy razonable al tiempo que parece quedar avalada, en un sentido fenomenológico, por ciertos aconteceres de la vida del alma. La conciencia humana, como todo, quedaría acogida a esa perspectiva de unidad, totalidad y Misterio que nos rebasaría completamente por transcendernos completamente… Otro asunto será que puedan aportarse pruebas empiricopositivas de la existencia de Dios. Esto no creo que suceda nunca ya que no hay disciplina alguna que pueda elaborar un objeto de conocimiento riguroso referido a lo divino. Lo divino transciende la idea de ser y de fenómeno observable. No estamos ante un fenómeno objetivable en términos de método científico. La cuestión de lo divino, que es la de lo Uno y lo Múltiple, la del todo y la de la Nada a la que todo se acoge transciende completamente los ámbitos de conocimiento de la física o de la biología por mucho que esta cuestión venga a insinuarse. Incluso la propia idea de conciencia, en tanto proyección de la autoconciencia humana, queda rebasada. Ningún término sacado del campo del imaginario o de la representación humana nos vale. Hasta el punto de que incluso las ideas metafísicas que se han utilizado para indicar lo divino son una mera aproximación metafórica que, en sentido propio, nada señalan; vacuidad, no-ser, tiniebla, esa potencia que “no es” de la que hablara Plotino, la palabra nada utilizada por San Juan de la Cruz… La metafísica tampoco puede probar racionalmente la existencia de Dios. Se limita a indicar un horizonte a sabiendas de las limitaciones del lenguaje humano. Estamos ante un Misterio que nos rebasa y ante el que solo queda callar como nos recuerda Wittgenstein y, si acaso, contemplar.

Artículo*: jcaguirre

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