Itinerario uno: EL CIELO(Curso de SIMBOLOGÍA II) — Arsgravis – Arte y simbolismo – Universidad de Barcelona

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RESUMEN DE LA CLASE

El primero de los itinerarios simbólicos propuestos en este curso está dedicado al cielo. Con él y con los que le seguirán, se intentará crear un modo de hacer en el que el proceso intelectual no solo tenga relación con el pensamiento racional sino que provoque la intervención del pensamiento intuitivo, a partir de un discurso visual formado por las distintas manifestaciones simbólicas. Así, las imágenes construirán un lenguaje paralelo al oral para generar un viaje a través de los distintos símbolos en el que la intuición sea el sujeto viajante.

El cielo es un concepto complicado de transmitir debido a sus diversos niveles de significado. El más evidente surge al contemplar la bóveda celeste en una noche estrellada; entonces se produce en el espectador una sensación de enormidad e, inevitablemente, de trascendencia. Aquello que Rudolf Otto, en su obra Lo santo, denominó “lo numinoso”, es decir, lo sublime pero también lo terrible.

El cielo está ligado también a la idea de lo trascendente como lo suprasensible: es lo que se halla situado más allá de la experiencia del mundo sensible. Dios, por ejemplo, es un ser trascendente, porque está más allá del universo, o no pertenece al universo. Aquí hemos comenzado a hablar de Dios, pero quizá sería más adecuado hablar de los dioses, ellos residen en el cielo y se identifican con él. El cielo “simboliza” la trascendencia, la fuerza, la inmutabilidad, por el simple hecho de existir, unos conceptos relacionados con la divinidad.

Mircea Eliade en su Tratado de historia de las religiones, se refiere a los dioses uranios o celestes, la palabra ouranos, significa propiamente “cielo”. Ellos representan tanto la trascendencia como la estabilidad de la que, paradójicamente, surge todo movimiento. Los dioses uranios aparecen en todas las mitologías, como explica Mircea Eliade con respecto a la divinidad suprema de las tribus del sudeste de Australia llamada Biame, que representa exactamente esta idea: Biame es un dios creador que mora en el cielo junto a la Vía Láctea, que ellos entienden como una gran corriente de agua, y se alimenta de ella: Está sentado en un trono de cristal; el sol y la luna son “hijos” suyos, sus mensajeros en la tierra. El trueno es su voz; es él quien hace que llueva, fertilizando así la tierra entera; en este sentido es también “creador”. Porque Biame se creó a sí mismo y creó todo de la nada. Al igual que los demás dioses uránicos, Baiame lo ve y lo oye todo.

En la tradición griega, Zeus es el descendiente del dios Urano, es decir, es un vástago del cielo. Su nombre deriva de una raíz indoeuropea dyeu que significa “luz del día”, de donde proviene la palabra “dios”. Zeus está por encima de los demás dioses, y es el señor de las fuerzas o las potencias celestes: el rayo, el relámpago, la luz. Los dioses uranios proceden del cielo o se identifican con el mismo cielo y allí es donde residen. Allí o en los lugares celestes o sagrados sobre la tierra: los templos, donde reciben el culto de los hombres y donde se celebran sus ritos.

En una escultura muy arcaica de Zeus aparece con un triple rostro, uno mira hacia el frente, con lo que simbolizaría el presente, y los otros dos, el pasado y el futuro, dando a entender que Zeus simboliza la eternidad, conoce lo que sucedió, lo que sucede y lo que sucederá. Lo divino es eterno y tiene que ver con el instante. Los sufíes se denominan a sí mismos los hijos del instante. Se trata de un no tiempo, de un ahora sin principio ni fin, que los antiguos entendían por athanatos, es decir, inmortal, los dioses son inmortales al igual que el fuego del que procede la luz.

Heráclito relacionó la eternidad con el fuego (pir) pues siempre ha sido, siempre es y siempre será, siempre viviente. El fuego celeste es, también según este autor, el origen del movimiento que hace girar al universo, es decir, el que gira en un mismo sentido. Quizá por eso, los antiguos alquimistas denominaron “dios” al fuego secreto que regía toda su obra . Se trata de un ritmo ardiente, una pulsación, un calor vivo que da la vida a todas las cosas, tanto en el macrocosmos como en el microcosmos.

Esta idea aparece reflejada en la filosofía clásica con el nombre de Alma del mundo o Spiritus mundi. El alma del mundo es aquello que se mueve y mueve todo lo creado, es lo que no está quieto, lo que tiene vida. El filósofo Ferrater Mora explica que según los platónicos del Alma del mundo sería: La totalidad del universo concebido como organismo… la suposición de que todo está entrelazado… la mezcla armónica por el demiurgo de las ideas y de la materia, de la esencia de lo Mismo y de lo Otro, puede ser la trascripción mítica de un supuesto metafísico o la trascripción metafísica de un supuesto mítico. A partir de esta definición podemos entender el sentido filosófico del Alma del Mundo, en ella el mito y el logos se unen. Es una idea y también un organismo vivo del que el hombre participa mediante la respiración.

Los grandes artistas son capaces de “ver” el movimiento del Alma del mundo, imperceptible para el común de los mortales. Van Gogh logró plasmarlo en su pintura. Un ritmo que mueve y da la vida al universo. Cuando los antiguos hablaban del Alma del Mundo no se referían a una idea o a una entelequia sino a la propia realidad, la externa pero también la más interna y profunda: lo que se mueve y nos mueve, lo vivo que nos da la vida, lo que nos lleva a entender que el sentido trascendente implica también un sentido inmanente.

En el mundo medieval, el abad Suger de la abadía de Saint Denis definió a Dios como luz: Dios es luz. La luz, que en el fondo es de donde proviene la palabra Zeus, es también el fuego resplandeciente que se muestra en el cielo como el astro rey: el sol. Una luz o un fuego que es el motor del movimiento del Alma del mundo. En el microcosmos existe igualmente un sol interior que es el motor del cuerpo humano y el origen de su calor. Volvemos a la relación entre trascendencia e inmanencia, lo que está afuera también está dentro. Dios es luz y fuego como decían los alquimistas.

La luz se expande a partir de un centro, se ve al contemplar una chispa eléctrica o la apertura de una flor. El sol, con su halo luminoso es quizá la mejor imagen de este centro de fuego y su irradiación luminosa. El símbolo de la luz, según Mircea Eliade, aparece asociado a la idea de un dios que está en los cielos y que continuamente ofrece la vida a todos los vivientes. Sin la luz, y sin su origen, el fuego, la vida no existiría, por eso es natural que la luz del cielo y, por extensión el sol, se consideren los símbolos divinos más excelsos. Dice Eliade: Está demostrado que las etimologías de las palabras que significan dios en las lenguas indoeuropeas están relacionadas con la idea de la luz celeste. Al igual que la luz no puede separarse del ser humano, ya que sin ella éste no existiría, tampoco puede desvincularse de lo divino, pues su primer significado simbólico es indiscernible de la idea de Dios. De ello nace otra relación, lo humano no puede desvincularse de lo divino.

El movimiento de apertura y expansión de la luz se repite en infinidad de formas diferentes, desde el famoso Tapiz de la Creación de Girona con Jesucristo en su centro como el símbolo solar de donde emana toda la creación, hasta una imagen pagana muy similar cuyo centro está ocupado por el dios Apolo, el sol, origen de todo lo creado. En los mandalas tibetanos este movimiento expansivo está presente, así como en una caligrafía árabe que representa la apertura del sagrado Corán. En el centro aparece el nombre de Alá que se expande en el círculo exterior que lo envuelve. Los derviches invocan este nombre en su danza alrededor de sí mismos y alrededor de un polo o eje central representado por el maestro, símbolo del sol de la sabiduría. El tocado de plumas de un jefe indio representa su pensamiento purificado, la sabiduría, que expande sobre su pueblo. Estos ejemplos, tan distintos formalmente, permiten que nos acerquemos a la idea del símbolo celeste no como una definición sino como una experiencia llena de contenido simbólico.

La luz contiene un misterio, como insinuó un maestro zen llamado Tozan (807-869), quien escribió en su ‘Hokyo Zan Mai’: La medianoche / es la luz verdadera, / el alba / no es clara. El misterio de la luz está también en el interior del hombre, donde existe un cielo con un sol inmanente que los místicos y los herméticos conocen como el sol de medianoche. Por eso la imagen de un dios azteca que se abre en distintas capas, insinúa un viaje al centro de todo lo creado, donde reside la misma luz que ilumina al hombre exterior.

En dos grabados del s. XVI, se representan dos nacimientos; uno de ellos al mundo exterior que está sometido al dominio de los astros, de la astrología. El cielo astrológico tradicional está dividido en 12 sectores o casas a través de las cuales se mueven los planetas. Estos movimientos configuran unas figuras que expresan el tipo de influencias celestes que rigen en el momento del nacimiento de un niño. El otro grabado representa el nacimiento de un sabio, que supera el dominio de los astros y nace al mundo superior intelectivo, allí contempla las visiones apocalípticas que suceden cuando los cielos se abren. Participa y conoce la fuerza que es el origen de todo y a la que nos hemos referido al principio, sin embargo su visión no es exterior sino que se convierte en un nuevo nacimiento, un conocimiento.

Entendemos por Dios el fuego secreto que suscita los Universos, que los mantiene y que los consume.

(Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado)

Resumen realizado por Lluïsa Vert

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